viernes, 19 de abril de 2013


Desarraigo

“Nunca olviden cuantas cosas hemos tenido que cambiar para que todo quede igual”
(Dennis Cunliffe, del artículo El Gatopardo en Technicolor, Diario Expreso, Lima 1970)

“En un intento de balance global del significado de la reforma agraria puede afirmarse que esta trastocó básicamente las modalidades de explotación económica y de dominación social, desplazando a gran parte de las fracciones de clase que basaban su poder en la tierra aunque sin modificar la estructura económica del agro en sus características  fundamentales”.
 (La reforma agraria en el Perú, José Matos Mar  y José Manuel Mejía)

La reforma agraria se inició en el Perú el 24 de junio de 1969, como parte de un proyecto político mayor que tenía como objetivo solucionar las más urgentes problemáticas sociales y económicas del país. En última instancia, se buscaba la modificación de la configuración de la sociedad peruana para lograr una consolidación del estado-nación. Esta búsqueda de integración y desarrollo fracasa rotundamente, aún cuando se producen cambios sustanciales. En palabras de José Matos Mar y José Manuel Mejía: “contra todo lo propuesto el agro sufrió una agudización de las contradicciones”.



El proyecto Desarraigo, de Sonia Cunliffe y Silvana Pestana tiene como contexto principal a la reforma de 1969. La propuesta presenta el registro de una performance llevada a cabo por un grupo de niños en una casona abandonada de la ciudad de Lima, dirigida por Cunliffe y Pestana. Estos niños recrearon una versión libre de la historia “Cuando nos quedamos solos”,  escrita por Soledad Cunliffe. En esta narración los niños de una familia quedan en completa soledad y abandono, luego de que las personas que se encargaban de su cuidado ―las nanas y una cocinera― abandonaran la hacienda en la que todos vivían, durante los hechos de junio de 1969. Además, y para complicar la situación de los infantes, su abuela parece haber caído en un profundo sueño, del que no podrá despertar nunca más, y los padres se encuentran ausentes.



La metáfora del canario que no puede vivir en libertad resume la situación de estos niños. Ellos poco a poco van conquistando el territorio de los adultos. En un inicio, la sensación de plena independencia los invade y se dedican al juego durante todo el día, con la ropa de mamá, con los objetos prohibidos o en los lugares escondidos de la casa, que siempre estuvieron fuera de su alcance. Pero es cuando deben enfrentarse al hambre y el cansancio que los conflictos se hacen más intensos entre ellos y un aura de tristeza los invade. El paralelo con la reforma agraria en este caso no es gratuito. Las líneas alternativas de lectura son múltiples. Si la oligarquía antigua, la “abuela” oligarquía muere, si su tiempo ha expirado, si las reglas y normas no existen más, ―si no se encauzan estas movilizaciones, si los cambios encierran rupturas drásticas y bruscas― queda toda una compleja sociedad como niños sin sus padres. Ellos aparecen imposibilitados de aprehender el cambio, sin una real alternativa de participación. Todo como consecuencia de renovar las relaciones de producción, descuidando la reforma de las relaciones de dominación y poder dentro de la sociedad.

El proyecto propone una visión paralela a la de la historia oficial para un complejo fenómeno social, político y económico, pero al mismo tiempo profundiza en la configuración del apego en la primera infancia.  La otra cara de esta moneda corresponde a una reflexión sobre la importancia de una socialización del infante en un contexto seguro, en el que su cuidador principal vela por él. El apego es considerado como la base para el desarrollo social y emocional e influenciará en el sujeto a lo largo de toda su vida. Una sociedad desarraigada solo produce y reproduce la imposibilidad de un verdadero diálogo.

Nido de pájaros

Entre la escritura y la inscripción, entre el ícono y el objeto, entre el plano y el collage, entre la fotografía y el video, el proyecto Desarraigo es una propuesta artística que invita al desplazamiento. Su dinámica es la de un recorrido entre diferentes textos que se intersectan en el mismo espacio imaginario. Aunque también puede pensarse como un pasaje entre diferentes espacios simbólicos que se intersectan en el mismo texto.


Esta relación entre texto y símbolo me recuerda la distinción que hacía Lotman: el símbolo viene de la memoria al texto, la reminiscencia va del texto a la memoria. En este proyecto encuentro un devaneo similar entre el relato escrito y las fotografías: el primero parece provenir de la memoria para constituirse en texto; las fotos parecen provenir  del texto para inscribirse en la memoria.


Una síntesis de estos desplazamientos –útil incluso para una didáctica de la transtextualidad- es la intervención, con fotografías y documentos escritos, de un antiguo libro de arquitectura campestre. En Small Country Houses, el collage convierte el libro en un dispositivo multifuncional; en parte álbum de fotografías, en parte archivo histórico, en parte diario personal, todo ello infiltrado en el discurso original sobre la construcción y restauración de casas. Si este me parece el mejor destino para las fotografías del proyecto Desarraigo, es no sólo por lo que tiene de estético, y de gestual incluso, este entrecruzamiento de planos temporales, sino porque el tema de las fotos parece reclamar un espacio de intimidad y un tono quedo, una modestia en la presentación y una cercanía afable al cuerpo del espectador.



Por otra parte, toda la coherencia narrativa y simbólica del proyecto tiene que ver con la casa, en tanto tiene que ver con la violenta cercanía entre interior y exterior, entre la Historia y la biografía o entre la libertad y el abandono. En tal sentido, Small Country Houses debe ser leído desde una diversidad de claves, algunas más explícitas que otras, o digamos, algunas más privadas que otras, que se complementan con las referencias del cuento.

El cuento es el relato de una pérdida de la inocencia y de un aprendizaje solitario. Como tal, está lleno de momentos iniciáticos. La muerte de la abuela es uno de esos momentos (toda emancipación reclama la presencia de un cadáver). Pero no era suficiente. La abuela murió de manera natural, casi inadvertida. Su muerte no confirma la voluntad ni la necesidad de nadie. Hacía falta un sacrificio. Como en cualquier sacrificio, hay algo simbólico en la muerte de la gallina, pero en última instancia de lo que se trataba era de comer. La torpeza y la falta de práctica pueden haber aportado un poco de crueldad innecesaria, pero inevitable. Otro poco de crueldad proviene de la naturaleza infantil, cuando todavía el dolor del otro no es un tabú, sino una experiencia fascinante.


La muerte y la libertad son dos lados de la misma promesa, implícita en el gesto de liberar a los canarios.  Lo que relaciona a los canarios con los niños es que ambos deben rebatir la presunción paterna de que no pueden sobrevivir en libertad. A diferencia de los canarios, los niños sólo podrán lograrlo mediante una dolorosa metamorfosis.
Digo “metamorfosis” y pienso en algo que afecta al cuerpo, dejándolo aparentemente intacto, pero señalado; es decir, diferente. Probablemente así haya que ver a las fotografías en este proyecto: como lo que viene a dejar constancia de la diferencia.



Toda emancipación conlleva un pasaje por el abandono. El lado oculto de la libertad tiene tanto de renuncia como de pérdida. La rebelión triunfante busca eternizarse en su propia celebración, pero esa fiesta infinita es también una ceremonia luctuosa. Las conmemoraciones son rituales para exorcizar recuerdos. Lo irrevocable deja siempre un rastro de fantasmagorías.

Juan Antonio Molina Cuesta

CUANDO NOS QUEDAMOS SOLOS


Por Soledad Cunliffe


Estamos todos escondidos aquí, arriba, y no creo que nos busquen. Cada vez que oímos ruidos de afuera, dejamos los cuartos y volvemos al ático, a escondernos. Hemos subido por eso mismo unos colchones, por si acaso tengamos que quedarnos a dormir. Ya ha pasado más de una semana y nadie viene a buscarnos. Miro a mis hermanos que están realmente sucios, pues  hace días que dejé de pedirles que se bañen. Al comienzo, las chicas nos peinábamos entre nosotras, como jugando a las peluqueras, pero llegó un momento en que nos hartamos; total, a nadie le importa cómo se nos ve,  y peinarnos se hace cada vez más difícil: ahora nuestras cabezas parecen nidos de pájaros, donde ningún peine podría entrar.



El primer día todo fue confuso. Estela, la niñera, había ido a su casa – era su día de salida – y estábamos solos con Rosa, la cocinera, y Carmen, la chica que reemplaza a Estela cuando ella sale. El primero en llegar fue un hombre gordo y sudoroso, que gritaba. 
– ¡Apúrense, chicas! – les dijo a las muchachas –. Dicen que vienen con cachacos, váyanse a la casa mejor…


 Después, supimos que ese gordo era el papá de Carmen,  que acabó llevándose a su hija. Pero Rosa decidió ir a la oficina y llamó por teléfono al pueblo, para hablar con la abuela. Y la abuela, cuando volvió, entró a la casa muy molesta y la gritó a Rosa, que era la única muchacha que quedaba. La gritó hasta hacerla llorar:


– ¡Es culpa de ustedes, malagradecidos! ¡Todos ustedes son iguales! ¡Y tú, lárgate de una vez! ¿O acaso quieres robarte algo más de esta casa, como esa gentuza? ¡Vamos! Y dile a Estela, si la ves, que ya no venga. Que ni siquiera se acerque: ¡no quiero verla! ¡Ya verán si los milicos le pagan su sueldo como nosotros!


La abuela gritó y gritó, muy furiosa, y siguió gritando durante dos horas, cuando Rosa ya se había ido de la casa, llevándose sus cosas, pero dejándonos el almuerzo listo y la cocina impecable. A nosotros nada nos dijo, pero en algún momento pregunté si íbamos a almorzar. Me hizo un gesto como diciendo que no tenía hambre.

–  ¿Qué ha pasado, abuela?

– Nada, Nati – contestó –. Cosas de gente grande. Mira, tú ocúpate por favor de tus hermanos, que yo me siento enferma.




Nuestra abuela no es una viejita buena y tranquila, como otras abuelas que conocemos. Es más bien una señora gritona y que nunca nos da caramelos ni se pone a contarnos cuentos. Tampoco engríe a Carlitos, el menor de todos nosotros. Solo le interesa mi papá, con quien le gusta hablar y reírse mucho, pero mi papá ahora no está con nosotros, pues partió hace varios meses; se fue de viaje con mamá y todavía no han vuelto, ni han dicho cuando lo harán. Tal vez por eso  la abuela no ríe y no para de gritar y decide molestarse por todo.


El día que la abuela botó a todas las muchachas se acabó rápido, y lo raro fue que ella lo pasó encerrada en su cuarto. Nosotros, mientras tanto, jugamos en la tarde y, para no fastidiarla, comimos en la noche lo que había quedado del almuerzo y a eso de las nueve, cansados, nos fuimos a dormir sin bañarnos.



Sin embargo, a la mañana siguiente, todo seguía en el mismo silencio.  No estaban Rosa, ni Estela, ni nadie nos había preparado el desayuno. Me empecé a preocupar y toqué la puerta del cuarto de la abuela, pero no contestó. Así que entré y le hablé bajito para no asustarla, aunque se metía el lloriqueo de Carlitos, que quería leche.

          – Abuela – dije. Ella no se movía y 

estaba echada en la cama, con el mismo vestido del día anterior  –. ¡Abuela, despierta!
Pensé que Cristina, la hermana que me sigue, tenía razón cuando decía que cuando la abuela dormía parecía una momia, y salí del cuarto y cerré la puerta. Todos, Cristina, Tere y Javier y yo, nos alzamos de hombros. Carlitos, claro, no entendía nada.




Leche fría y galletas fue todo nuestro desayuno, y Carlitos no se quejó. Por el contrario, sonreía todo el rato. El único pesado era el perro, Duque, que gemía y estaba desesperado por salir al patio, pero nosotros preferimos jugar con él dentro de la casa, pues no sabíamos si era bueno que saliera. Algo malo pasaba afuera. Algo raro.


 Mientras estuvimos jugando, me parece, todos esperábamos que alguien llegara, pero nadie vino. Ni Rosa, ni Estela, ni la profesora que nos daba clases, y fue entonces cuando descubrimos que podíamos seguir jugando y que teníamos toda la casa para nosotros. Jugamos a la guerra de almohadas, jugamos a saltar en las camas, jugamos a los vaqueros con la carabina favorita de mi papá y la pistola que guarda en su mesa de noche, jugamos a las señoras con la ropa de mi mamá y su maquillaje, y jugamos todo el día sin que la abuela se despertara nunca y, en una de esas, pensamos que ya no se iba a va despertar más, como si estuviera embrujada. Cristina y Tere creían que la casa estaba embrujada, y a lo mejor era así. Por eso cerramos con llave la puerta del cuarto de la abuela, confiando en que papá y mamá pronto vendrían a ayudarnos.



Y entonces, uno tras otro, fueron pasando los días; todos eran más o menos iguales: mirábamos por la ventana, comíamos lo que encontrábamos en la despensa y, por supuesto, jugábamos  todos los juegos del mundo. Nos divertimos mucho, soltamos los canarios de papá y consolamos a Duque, acariciándole el lomo. El perro tenía mucha hambre y no podíamos seguir dándole galletas, pues se las iba a acabar todas. Así que pensamos en darle patas de gallina con camote, el asqueroso menjunje que a veces le preparaba Rosa. El asunto era conseguir la patas de gallina, y así fue que salimos  a la huerta y entramos al corral de las gallinas. Mientras Cristina recogía los huevos, Javier y yo perseguíamos a la gallina blanca, que no fue tan fácil de agarrar, pero finalmente Javier la arrinconó y se tiró encima de ella, aplastándola. Ahora lo difícil era sacarle las patas para dárselas a Duque. Javier opinó que había que matarla primero, con el machete, como habían matado al pavo en Navidad. Encontramos el machete en el cuartito de herramientas, y Javier cogió fuerte a la gallina y la puso sobre el batán grande del patio, Cristina la tomó de la cabeza, jalándola todo lo que podía, y yo le corté el cuello de un machetazo. La sangre empezó a salir en un chorro y Javier se asustó y soltó a la gallina que dio unos pasos sin cabeza antes de caer muerta. Cortarle las patas sería todavía más difícil, pero lo hicimos y Duque se puso feliz cuando se las dimos: las comió rapidísimo y un poco después descubrió el resto de la gallina que seguía tirada en el patio y también se la devoró, pobrecito,  se moría de hambre; solo dejó las plumas. 




Javier, Cristina, Tere y yo quedamos llenos de sangre, y les dije que ahora sí teníamos que bañarnos, estábamos inmundos, pero creo que ellos solo se lavaron apenas en el caño de la cocina. El piso también se manchó de sangre, y Tere se puso a limpiar el patio con los vestidos de mamá, que habían quedado tirados por ahí, desde la mañana, después de haber jugados con ellos a la princesas. Lo más feo de matar a la gallina, más que el miedo que teníamos, fue el olor que se nos impregnó en las manos durante muchos días, un olor a sangre mezclado con caca de gallina que no salía ni con jabón.




    Y luego, ya lo dije, vino los de los canarios, esos pájaros que papá adoraba y que decidimos  soltar, pues hubo otro día que se nos ocurrió que estaban hartos de comer alpiste, siempre alpiste, y además nadie quería cuidarlos más. Había que cambiarles cada día el agua y el papel, todo un fastidio. Esos canarios estaban en el ático, que apestaba a caca de pájaro, pues el papel  no lo cambiamos jamás y la caca se había ido acumulando en las jaulas. “Mejor los soltamos”, dije yo. Todos estuvieron de acuerdo, aunque yo me  acordaba bien que Papá había dicho un día: “Nati, nos los puedes  soltar porque los canarios no saben sobrevivir en libertad”.




Yo creo que solo decía eso para que nunca los soltemos, pues cuando les abrimos las puertas volaron felices, yéndose lejos. Primero se quedaron en el ático, volando de un lado al otro, confundidos,  hasta que luego, uno a uno, fueron descubriendo la ventana por donde escapar,  y todos vimos que se iban por el cielo. Ninguno quiso volver a su jaula, todos fueron hacia la chacra. Y ahora el ático, al igual que el resto de la casa, es también solo para nosotros, pues es aquí donde ahora estamos. Hace días que escuchamos muchos ruidos afuera. Ayer vinieron unos señores y tocaron muchas veces la puerta y al final se fueron sin entrar, pero yo creo que van a volver. Los esperaremos, calladitos.  Estamos todos durmiendo en el cuarto de mi papá, porque si alguien viene o algo pasa, queremos estar juntos. Ahí estábamos cuando escuchamos  el motor de un carro estacionándose frente a la casa. Javier subió las escaleras del ático jalando a Carlitos, y Cristina, Tere y yo salimos detrás de ellos, corriendo escaleras arriba. Desde aquí  espiamos por la ventanita.  Es un carro azul muy grande, del que un señor y una señora han bajado. Es mi Papá, dice Tere. No, ni hablar, digo,  Papá no es tan gordo, y además esa señora de pelo corto no es mi mamá. ¿Pero no ves que tiene el mismo saco rojo de mamá?, dice Cristina, ¿No será ella? ¿No serán ellos?  No lo sé, contesto. Podría ser, pero esperemos, esperemos a que nos encuentren, aunque en verdad a mí ya no me importa. No sé por qué, pero ya no me importa.




lunes, 1 de abril de 2013

Nota en Oveja negra


Desarraigo de Sonia Cunliffe y Silvana Pestana en la galería Vértice desde el 4 de abril

Desarraigo 2

Desarraigo es la nueva muestra que se presenta en la galería Vértice desde el 4 al 29 de abril. Las artistas Sonia Cunliffe y Silvana Pestana presentan una mirada sobre la niñez muy particular. En esta exposición se combina la fotografía, pintura, vídeo y literatura.


Durante la Reforma Agraria, un grupo de niños queda abandonado en una casa-hacienda. Desde ese momento los niños deben asumir su rol de adultos y tomar las riendas de sus vidas para poder sostener su propia existencia. Todos ellos pasan del abandono absoluto a la oscuridad que tiene la infancia. Y sobre todo a quedarse sin figuras paternas. Estas figuras son 2, el padre y el propio Estado. De esta forma, los personajes descubren la oscuridad, aquello que no pueden enfrentar sin la capacidad instintiva, primigenia, de lo inocente y lo salvaje.


Sonia Cunliffe y Silvana Pestana han decidido tomar este periodo de la historia peruana como la metáfora de la niñez. Todo ello en base a un cuento de Soledad Cunliffe llamado “Cuando nos quedamos solos”. En la exposición se podrán ver fotografías trabajadas en distintos soportes, instlaciones y vídeo, como también un libro-objetos hecho de collages y dibujos.

Desarraigo 1

Por Eduardo Dávila

Desarraigo en: Cosas y Escape