CUANDO NOS QUEDAMOS SOLOS
Por Soledad Cunliffe
Estamos
todos escondidos aquí, arriba, y no creo que nos busquen. Cada vez que oímos
ruidos de afuera, dejamos los cuartos y volvemos al ático, a escondernos. Hemos
subido por eso mismo unos colchones, por si acaso tengamos que quedarnos a
dormir. Ya ha pasado más de una semana y nadie viene a buscarnos. Miro a mis
hermanos que están realmente sucios, pues
hace días que dejé de pedirles que se bañen. Al comienzo, las chicas nos
peinábamos entre nosotras, como jugando a las peluqueras, pero llegó un momento
en que nos hartamos; total, a nadie le importa cómo se nos ve, y peinarnos se hace cada vez más difícil:
ahora nuestras cabezas parecen nidos de pájaros, donde ningún peine podría
entrar.
El
primer día todo fue confuso. Estela, la niñera, había ido a su casa – era su
día de salida – y estábamos solos con Rosa, la cocinera, y Carmen, la chica que
reemplaza a Estela cuando ella sale. El primero en llegar fue un hombre gordo y
sudoroso, que gritaba.
–
¡Apúrense, chicas! – les dijo a las muchachas –. Dicen que vienen con cachacos,
váyanse a la casa mejor…
Después, supimos que ese gordo era el papá de
Carmen, que acabó llevándose a su hija.
Pero Rosa decidió ir a la oficina y llamó por teléfono al pueblo, para hablar
con la abuela. Y la abuela, cuando volvió, entró a la casa muy molesta y la
gritó a Rosa, que era la única muchacha que quedaba. La gritó hasta hacerla
llorar:
–
¡Es culpa de ustedes, malagradecidos! ¡Todos ustedes son iguales! ¡Y tú, lárgate
de una vez! ¿O acaso quieres robarte algo más de esta casa, como esa gentuza?
¡Vamos! Y dile a Estela, si la ves, que ya no venga. Que ni siquiera se
acerque: ¡no quiero verla! ¡Ya verán si los milicos le pagan su sueldo como
nosotros!
La
abuela gritó y gritó, muy furiosa, y siguió gritando durante dos horas, cuando Rosa
ya se había ido de la casa, llevándose sus cosas, pero dejándonos el almuerzo
listo y la cocina impecable. A nosotros nada nos dijo, pero en algún momento
pregunté si íbamos a almorzar. Me hizo un gesto como diciendo que no tenía hambre.
–
¿Qué ha pasado, abuela?
–
Nada, Nati – contestó –. Cosas de gente grande. Mira, tú ocúpate por favor de
tus hermanos, que yo me siento enferma.
Nuestra
abuela no es una viejita buena y tranquila, como otras abuelas que conocemos.
Es más bien una señora gritona y que nunca nos da caramelos ni se pone a contarnos
cuentos. Tampoco engríe a Carlitos, el menor de todos nosotros. Solo le
interesa mi papá, con quien le gusta hablar y reírse mucho, pero mi papá ahora
no está con nosotros, pues partió hace varios meses; se fue de viaje con mamá y
todavía no han vuelto, ni han dicho cuando lo harán. Tal vez por eso la abuela no ríe y no para de gritar y decide molestarse
por todo.
El
día que la abuela botó a todas las muchachas se acabó rápido, y lo raro fue que
ella lo pasó encerrada en su cuarto. Nosotros, mientras tanto, jugamos en la
tarde y, para no fastidiarla, comimos en la noche lo que había quedado del
almuerzo y a eso de las nueve, cansados, nos fuimos a dormir sin bañarnos.
Sin
embargo, a la mañana siguiente, todo seguía en el mismo silencio. No estaban Rosa, ni Estela, ni nadie nos
había preparado el desayuno. Me empecé a preocupar y toqué la puerta del cuarto
de la abuela, pero no contestó. Así que entré y le hablé bajito para no
asustarla, aunque se metía el lloriqueo de Carlitos, que quería leche.
– Abuela – dije. Ella no se movía y
estaba
echada en la cama, con el mismo vestido del día anterior –. ¡Abuela, despierta!
Pensé
que Cristina, la hermana que me sigue, tenía razón cuando decía que cuando la
abuela dormía parecía una momia, y salí del cuarto y cerré la puerta. Todos,
Cristina, Tere y Javier y yo, nos alzamos de hombros. Carlitos, claro, no
entendía nada.
Leche
fría y galletas fue todo nuestro desayuno, y Carlitos no se quejó. Por el contrario,
sonreía todo el rato. El único pesado era el perro, Duque, que gemía y estaba
desesperado por salir al patio, pero nosotros preferimos jugar con él dentro de
la casa, pues no sabíamos si era bueno que saliera. Algo malo pasaba afuera.
Algo raro.
Mientras estuvimos jugando, me parece, todos esperábamos
que alguien llegara, pero nadie vino. Ni Rosa, ni Estela, ni la profesora que
nos daba clases, y fue entonces cuando descubrimos que podíamos seguir jugando
y que teníamos toda la casa para nosotros. Jugamos a la guerra de almohadas,
jugamos a saltar en las camas, jugamos a los vaqueros con la carabina favorita
de mi papá y la pistola que guarda en su mesa de noche, jugamos a las señoras
con la ropa de mi mamá y su maquillaje, y jugamos todo el día sin que la abuela
se despertara nunca y, en una de esas, pensamos que ya no se iba a va despertar
más, como si estuviera embrujada. Cristina y Tere creían que la casa estaba
embrujada, y a lo mejor era así. Por eso cerramos con llave la puerta del
cuarto de la abuela, confiando en que papá y mamá pronto vendrían a ayudarnos.
Y
entonces, uno tras otro, fueron pasando los días; todos eran más o menos
iguales: mirábamos por la ventana, comíamos lo que encontrábamos en la despensa
y, por supuesto, jugábamos todos los
juegos del mundo. Nos divertimos mucho, soltamos los canarios de papá y
consolamos a Duque, acariciándole el lomo. El perro tenía mucha hambre y no
podíamos seguir dándole galletas, pues se las iba a acabar todas. Así que
pensamos en darle patas de gallina con camote, el asqueroso menjunje que a
veces le preparaba Rosa. El asunto era conseguir la patas de gallina, y así fue
que salimos a la huerta y entramos al
corral de las gallinas. Mientras Cristina recogía los huevos, Javier y yo
perseguíamos a la gallina blanca, que no fue tan fácil de agarrar, pero
finalmente Javier la arrinconó y se tiró encima de ella, aplastándola. Ahora lo
difícil era sacarle las patas para dárselas a Duque. Javier opinó que había que
matarla primero, con el machete, como habían matado al pavo en Navidad. Encontramos
el machete en el cuartito de herramientas, y Javier cogió fuerte a la gallina y
la puso sobre el batán grande del patio, Cristina la tomó de la cabeza,
jalándola todo lo que podía, y yo le corté el cuello de un machetazo. La sangre
empezó a salir en un chorro y Javier se asustó y soltó a la gallina que dio
unos pasos sin cabeza antes de caer muerta. Cortarle las patas sería todavía más
difícil, pero lo hicimos y Duque se puso feliz cuando se las dimos: las comió
rapidísimo y un poco después descubrió el resto de la gallina que seguía tirada
en el patio y también se la devoró, pobrecito,
se moría de hambre; solo dejó las plumas.
Javier,
Cristina, Tere y yo quedamos llenos de sangre, y les dije que ahora sí teníamos
que bañarnos, estábamos inmundos, pero creo que ellos solo se lavaron apenas en
el caño de la cocina. El piso también se manchó de sangre, y Tere se puso a
limpiar el patio con los vestidos de mamá, que habían quedado tirados por ahí,
desde la mañana, después de haber jugados con ellos a la princesas. Lo más feo
de matar a la gallina, más que el miedo que teníamos, fue el olor que se nos
impregnó en las manos durante muchos días, un olor a sangre mezclado con caca
de gallina que no salía ni con jabón.
Y luego, ya lo dije, vino los de los canarios, esos pájaros
que papá adoraba y que decidimos soltar,
pues hubo otro día que se nos ocurrió que estaban hartos de comer alpiste, siempre
alpiste, y además nadie quería cuidarlos más. Había que cambiarles cada día el
agua y el papel, todo un fastidio. Esos canarios estaban en el ático, que apestaba
a caca de pájaro, pues el papel no lo
cambiamos jamás y la caca se había ido acumulando en las jaulas. “Mejor los
soltamos”, dije yo. Todos estuvieron de acuerdo, aunque yo me acordaba bien que Papá había dicho un día:
“Nati, nos los puedes soltar porque los
canarios no saben sobrevivir en libertad”.
Yo
creo que solo decía eso para que nunca los soltemos, pues cuando les abrimos
las puertas volaron felices, yéndose lejos. Primero se quedaron en el ático, volando
de un lado al otro, confundidos, hasta
que luego, uno a uno, fueron descubriendo la ventana por donde escapar, y todos vimos que se iban por el cielo.
Ninguno quiso volver a su jaula, todos fueron hacia la chacra. Y ahora el ático,
al igual que el resto de la casa, es también solo para nosotros, pues es aquí
donde ahora estamos. Hace días que escuchamos muchos ruidos afuera. Ayer
vinieron unos señores y tocaron muchas veces la puerta y al final se fueron sin
entrar, pero yo creo que van a volver. Los esperaremos, calladitos. Estamos todos durmiendo en el cuarto de mi
papá, porque si alguien viene o algo pasa, queremos estar juntos. Ahí estábamos
cuando escuchamos el motor de un carro
estacionándose frente a la casa. Javier subió las escaleras del ático jalando a
Carlitos, y Cristina, Tere y yo salimos detrás de ellos, corriendo escaleras
arriba. Desde aquí espiamos por la
ventanita. Es un carro azul muy grande, del
que un señor y una señora han bajado. Es mi Papá, dice Tere. No, ni hablar,
digo, Papá no es tan gordo, y además esa
señora de pelo corto no es mi mamá. ¿Pero no ves que tiene el mismo saco rojo de
mamá?, dice Cristina, ¿No será ella? ¿No serán ellos? No lo sé, contesto. Podría ser, pero
esperemos, esperemos a que nos encuentren, aunque en verdad a mí ya no me importa.
No sé por qué, pero ya no me importa.